LA VIDA Y LA MUERTE


No hay cosa que el ser humano anhele más que la eternidad. Alcanzar la eternidad significa vencer la dictadura del tiempo y  renunciar a las sombras del olvido, y más aún, en nuestra tradición occidental donde el amor por lo eterno está muy establecida, por ejemplo, en la cultura griega y el cristianismo, dos formas de ver el mundo donde se venera la inmortalidad. Sin embargo la naturaleza siempre nos demuestra que si bien conservar la vida es un impulso propio de los seres vivos, ella misma entrega a sus creaciones a la muerte.
Uno de mis más preciados recuerdos es una de las varias sagas de libros de uno de mis autores favoritos: Isaac Asimov y la saga de robots, donde de una u otra forma donde se origina otra más grandes pero con un desarrollo posterior como lo son el imperio y las fundaciones. En estas la humanidad se debatía entre dos ramas, los espaciales y los terrícolas. Los primeros eran  los descendientes de los que fueron primeros conquistadores espaciales y que “terraformaron” cincuenta planetas mientras los segundos eran quienes habían optado por quedarse en la tierra. Los espaciales, que habitaban planetas limpios de enfermedades, aprovechando además de los avances de la medicina eran largamente longevos mientras los terrícolas si bien tenían vidas más largas de lo que sería normal para nosotros solo Vivian una pequeña fracción de la vida de un espacial. Sin alargar la trama, al final el vigor de los terrícolas expresado en el impulso que les infundía su mortalidad se impuso ante la modorra facilista de los espaciales.
Nada nos asusta o nos genera más ansiedad que los cambios sin embargo toda condición es pasajera, nada perdura, es algo que siempre estaremos obligados a aceptar. Desde el más pequeño hasta el más grande los cambios son la regla inmutable, lo trascendente. Todo en nuestra vida es cambio, desde la fecundación hasta el final de nuestra existencia,  El cambio es el inicio y también es el fin. El cambio es muerte y vida, vivir es morir.
Pero el cambio que más nos  aterroriza es la muerte. Siempre vemos como hasta el ser más simple y humilde hace hasta lo imposible por conservarse vivo y lucha con fortaleza, disfrutando cada amanecer aun sin saber si será el último. Explicarla y a la vez prevalecer sobre ella siempre ha sido un gran reto para la humanidad e incluso para los demás seres vivos y esto es entendible porque la vida se sustenta siempre en la auto preservación que es el motor que hace correr vertiginoso el drama de la existencia, ese poema épico que fluye pletórico desde  tiempos remotos en nuestro planeta.
Sin embargo,  Siempre hemos sabido, muy en el fondo, que la vida y la muerte son caras distintas de la misma moneda. Posiblemente al ver los ciclos de la naturaleza el ser humano comprendió que no podía haber vida sin la muerte y podemos ver esto de forma reiterada en todas las tradiciones religiosas donde además se hace un símil entre la vida de las personas y los ciclos de la naturaleza, en especial del sol.
Es probable una de las cosas que mas nos aterroriza pero a la vez nos intriga sobre la muerte es que hay más allá de ella, si simplemente se muere y se desnaturaliza el individuo o si hay un nuevo inicio. Si hay un lugar en el mundo donde la muerte y la vida sean no solo comprendidos sino además venerados es en la antigua Mesoamérica. Allí, por ejemplo, Los ciclos solares estaban de una u otra forma ligados a la sangre humana, por lo que los sacrificios humanos para ofrendar la sangre estaban ligados al sol pero más allá siempre está presente en la vida cotidiana: quien muere muta, no desaparece y solo cambia de papel en la tragedia de la existencia.
Existían allí tres destinos para quienes morían: Una es mictlan o mundo subterráneo, regido por el dios Mictlantecuhtli (o popocatzin) y que es cruzado por nueve ríos. Mictlan era un mundo subterráneo al que se llegaba por un complicado sendero que atravesaba ocho montañas. El difunto era acompañado por un perro que  lo guiaba por el inframundo y era entonces sacrificado para tal fin. A él iban la mayoría, los que morían de viejos, por enfermedades y en fin, de una forma diferente a las anteriormente descritas. El inframundo por su lado representaba a la diosa, la dadora de vida. El vientre al cual añoramos retornar.
La segunda es el destino de quienes mueren ahogados (estos últimos acompañaban al dios Tláloc en su mundo lleno de agua, tlalocan). Tláloc era el dios del agua así que era normal que si alguien moría ahogado se considerara un símbolo que el dios lo estaba llamando para que fuera a su morada para cumplir un papel a su lado. Tláloc, como el principio que regía, era entonces imprescindible para que el ciclo de la vida se mantuviera. Podía ser representado como la simiente del cielo que fertilizaba la tierra y permitía la fecundidad de la naturaleza.
El último es la de los héroes que mueren en combate. Estos acompañan al dios sol en el trasegar por la esfera celeste y luego de cuatro años retornaban a la tierra transformados en colibríes, aves que eran divinizadas por su plumaje brillante además de ser polinizadores (la luz que fecunda). Aquí vemos la transformación el guerrero abandona el mundo pero retorna en otra forma y con otra misión.
Cuenta además la leyenda que el dios civilizador quezalcoatl descendió al mictlan y robo los huesos de los muertos y junto con su propia sangre creo a los seres humanos. Eso nos revela además otro grado de unión entre la vida y la muerte  Y es que tanto la muerte como la vida se nutren una de la otra.
Nunca ha sido para nosotros desconocido que todos nos nutrimos de la muerte ya que todo lo que está vivo se alimenta de algo que ya ha muerto, incluso de la muerte del universo mismo ya que al final solo somos polvo de estrellas, o mejor dicho, de los desechos de la muerte de ellas. Igualmente la vida entrega a la muerte sus despojos para que de ellos se forme nuevamente la vida, Una se ofrenda a la otra en cada ciclo así como la noche se entrega al día en el amanecer y esta lo hace de forma recíproca al caer la tarde.
El hecho que la muerte sea un cambio definitivo nos obliga a vivir nuestra vida con mayor intensidad y sentir igual intensamente el impulso vital ya que esta es solo un instante. Se quedó grabada en mi mente una frase que leí alguna vez del escritor Japonés Iuquio Mishima respondiéndole a alguien que lo interpelaba. Resulta que el interlocutor de Mishima le pregunta porque ya estando Japón en paz (posguerra) y siendo él un hombre mayor dedicado a labores intelectuales, le entregaba tanto tiempo al entrenamiento del cuerpo además de las artes marciales. Mishima le responde: “me esmero formando un buen cuerpo para obtener mayor placer al destruirlo”. Y es que nuestra existencia debiera ser así: Valorar el vivir intensamente así esto conlleve al final la destrucción del cuerpo, de entregar a la muerte su tributo, de llegar al cambio definitivo, o sea, el fin de la vida como la conocemos.
Y es que este es otro punto: la valoración del devenir de la vida misma. En el fondo esta afirmación necrófila esconde un profundo impulso vitalista. Nuestro tiempo es lo único que tenemos en el fondo. Cuando el tiempo se termina ya no hay nada más allá de un recuerdo. No vivir con intensidad representa perder lo único que somos: nuestro tiempo. Sin embargo el hacerlo representa morir y acercarnos a la transformación final, a ser recuerdo y al final simplemente olvido. Una bella e inquietante paradoja.
Lo que al final más me apasiono al juego fue la intensidad que tiene todo adentro del campo. Quizás no exista un lugar donde esto sea más cierto que allí donde siempre el tiempo se restringe a hora y media y el espacio al rectángulo que ocupa la cancha esto sin contar que la vida del deportista es corta pero ha de ser intensa. El deportista más que otro profesional, conoce el final. Un ingeniero, artista o cualquier cultor de un arte liberal, siempre mejorara progresivamente con el tiempo. Mas el deportista a pesar de compenetrarse día con día mas su actividad, vera que esta se marchita ya que depende de los tiempos del cuerpo (y estos son bastante cortos en este caso en especial). Las personas en otros campos generalmente piensan en ello cuando ya se enfrentan a la muerte ya sea por edad o enfermedad.
Esto entonces te obliga a una transformación. Y es quizás (lo digo con conocimiento de causa y muestra de ello es lo difícil que fue para mí escribir este simple articulo) lo más difícil. Quizás más que las lesiones, el dolor y la renuncia a tantas cosas.
Siempre al final nos toca buscar nuevos caminos, Reinventarnos ante esta “muerte”. Emprender un nuevo camino y seguro nuestros huesos lo agradecerán aunque el corazón siempre añora ese mundo reducido, fugaz e intenso que es la cancha. Todo se coloca en una balanza y en algún punto no habrá camino de regreso. Se deberá emprender una nueva etapa del camino.
Todos (como en el título del libro de un amigo) tenemos una vida más allá del deporte o mejor dicho más allá de la competencia. Tomar la decisión es duro pero necesario y en algún momento inaplazable. No siendo más solamente queda disfrutar esos instantes como si no hubiera mañana y cuando ello acabe, emprender el nuevo  viaje, seguro por el mismo camino.
Seguramente, cada ciclo de la vida es una pequeña vida en sí y cada que se cierra es una muerte y a la vez un renacer a otra vida. Desde ese punto de vista debemos entregar todo, agotar nuestro tiempo intensamente para que el trasegar a cada nueva etapa no nos deje la tarea de la vida por hacer. Hay que por eso vivir cada ciclo de la vida con intensidad y consecuencia hasta que el ciclo final se cierre y no seamos, al menos quizás solo en esta vida, nada más que un recuerdo.

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